Hermoso el tacto de las luces callejeras golpeando la ventanilla del tren. ¿Acaso pretenden entrar? Qué ilusas. Se ha dejado las pocas monedas en el trayecto así cuando por fin llega a casa, sus bolsillos estaban totalmente vacíos. Por la cantidad de pensamientos que ha acumulado supone que esta noche tampoco podrá dormir. Ya lo podemos oír desde la habitación de al lado, revolviéndome entre las sábanas. Haciéndolas crujir como la madera seca de una hoguera. Crack. Crack. Pero está en su casa, más íntima y personal, y no tiene miedo de para darles rienda suelta y que se desplieguen a discreción, ocupando el sitio de quien debería estar al lado, o el de todos, ya puestos. Repartidos por el salón, por la cocina, por entre las rendijas del sofá que siempre están vacías. Por eso, nada más abrir la puerta, le acoge el calor de los radiadores que nunca apaga al salir, y el de la mezcla de aromas caseros que le ayudarán a sedarle el cerebro. También existe la pequeña posibilidad de que, si tiene suerte, caiga rendido en el sofá, tumbado con una postura incómoda, como queriendo despertarse de madrugada, tiritando, y, todavía somnoliento, mudarse hasta la cama sin importar si, por culpa de la somnolencia, pueda escapársele un pie y darle un patada a algo, con el correspondiente daño a algún dedo. Pero mientras esto sucede, los pensamientos siguen, agitándose, anunciando con voz clara, que lo que tiene no es un dolor, sino más de la misma mierda que tenía el día anterior. Aquí y allá. Con las mismas preguntas y las mismas ganas, pero eso sí, variando en intensidad, según les venga, y que lo único que conseguirán será trastocarle el ánimo otro días más. A veces en ascensión eufórica hacia la cima de un mundo estilizadamente imaginario, otras, por el contrario, precipitándose en abruptas caídas infinitas, arrastrándolo a la desesperación, de querer volver a abandonarlo todo y empezar desde el principio, deseado planteamiento inicial carente de respuestas. Pero sólo son estados de ánimos, se dice mientras remueve el té, que no le ofrecen más que unas cuantas soluciones falsa, réplicas absurdas. Y he aquí entonces que sucede lo inesperado. De entre los golpes de la cucharilla contra la cerámica de la taza brota un pensamiento libre, un fresco amanecer neuronado con un brillante sol que que disipa las tinieblas del horizonte de las dudas. En apenas milésimas de segundo detecta el verdadero problema. Lo que pasa es que no consigue vislubrar las verdaderas preguntas, por éso no llegas las respuestas. Es ése, y no otro, el secreto que desvelerá la conclusión final. La clave, se dice, se esconde en la inercia que me ha venido siguiendo estos largos años. La solución razonable es optar por la eliminación de las preguntas. Ir borrándolas una a una, paciente y sistemáticamente, bajo las estrictas instrucciones de una estrategia previamente elaborada, que reduzcan al mínimo el impacto de las posibles consecuencias, que bloqueen el ciclo natural de las preguntas, para que, muertas unas, no surjan otras. Entonces se produciría el efecto deseado, la total aceptación de la verdad, la clarificación del presente, la más clara y cristalina realidad. Y porque sabe que, por estar más cerca de realidad, las cosas son de más fácil acceso, y, por tanto, de felicidad.
martes, 27 de noviembre de 2007
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