Porque, bien mirado, ¿la música cómo se hace? Se hace con sonidos altos o bajos y con pausas breves o largas. Y esta idea de la música, como expresión reducible a estos cuatro elementos, la encontré también en el habla. Comprendí que, a fin de cuentas, hablar es hacer música, hablar es exactamente como hacer música. No empleamos más en hablar que lo que emplea el músico para hacer música. Repito: sonidos altos o bajos, pausas breves o largas. Y me llevó esta consideración a otra conclusión: la de la mayor creatividad del habla con respecto al lenguaje escrito. El lenguaje oral es infinitamente más creativo que el escrito. Nadie, prácticamente, a no ser por problemas de timidez o de dicción, tiene dificultades en decir lo que piensa y lo que quiere; pero muchas de esas personas, colocadas delante de una hoja de papel, llegan a la conclusión de que la hoja de papel es una barrera: en la segunda o la tercera línea empiezan a ver que ya han repetido dos o tres veces un «que», y que eso no puede ser; mientras que cuando hablan, no se preocupan de eso: se habla y se habla, y se dice todo lo que se quiere decir. Como expresión de la creatividad humana, el habla es infinitamente más creativa que la escritura. Habiendo llegado a estas dos o tres conclusiones, y dado que yo soy hombre de escritura, y no hombre de habla —o mejor, dado que estoy aquí como hombre de escritura y no como hombre de habla, y que estoy aquí porque he escrito libros y no porque me pase los días hablando—, todo esto tenía que plasmarse en una página escrita con un dato que para mí era esencial: que el discurso fuese —¡en fin, vaya, otra comparación, una metáfora más!— como el flujo de un río que lo transportase todo y, para el caso de esta sala, al que me he referido, que fuese un flujo narrativo que pudiese transportar todo lo que está ocurriendo aquí: vuestras sensaciones, mis indecisiones..., en fin, todo lo que ocurre en este momento aquí se trasladaría a ese flujo, a ese discurso. Con este añadido, que sería el de intentar introducir en el discurso escrito, no la expresión de la oralidad, porque me parece ser esa una tarea imposible, mil veces intentada y mil veces fracasada, sino transportar al discurso escrito los mecanismos de la expresión oral, es decir, la capacidad de inventar sobre lo que se está diciendo, la capacidad de hacer digresiones y volver al punto inicial, la capacidad de modular, por así decir, tal como nosotros, al hablar modulamos la voz para que la expresión de lo que queremos decir pueda ser mejor captada por el oyente, modular, pues, también la escritura como si fuese una composición musical, de manera que el lector sea sensible, más allá de la comprensión de lo que está leyendo, a la modulación, a la melodía, a la articulación del discurso como movimiento y como expresión flexible de una armonía; es decir, que haya en este discurso escrito la presencia del compás más bien que la presencia del ritmo, del que siempre se habla mucho. La presencia del compás, es decir, de aquello que en la música es reconocible —¡en fin!, en la música culta: no me estoy refiriendo a sus manifestaciones modernas, desde la dodecafonía, sino a la forma tradicional en la que se reconoce el compás.
Fragmento - La historia como ficción, la ficción como historia - José Saramago
Archivo Fundación José Saramago
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