domingo, 21 de octubre de 2007

Discurso intimista de la hormiga constructora de tacurúes

Dentro de la red social de la comunidad, como individuo, como sección independiente, como pieza engrasada y funcional del engranaje de la maquinaria conjunta, lejos de una búsqueda introspectiva de la realización personal, mi funciones derivan de la necesidad del avance de nuestra colectividad, hacia un objetivo que se presupone beneficioso para todos, o mejor dicho, para la mayoría. ¿Qué soy yo entonces? No soy sino una cabeza más. Acaso pensante, tal vez limitada a obeceder los deseos del grupo, obligada a focalizar todos los pensamientos y recursos de que dispone mi microscópico cerebro al rendimiento óptimo de la psicomotricidad de mis músculos y mis huesos para, ya no alcanzar la perfección, sino la condición inequívoca de total fiabilidad, eliminando hasta la totalidad la mínima posibilidad del estado de galbana o negligencia.

Dormir, quizás soñar. Soñar, quizás despertar. La sola idea de un horizonte indistinguible entre realidad y mediocridad me repugna, me revuelve las entrañas. Como un príncipe traicionado por la más abyecta ansia de poder, su ser se ve obligado a entramar largos túneles, complicadas intersecciones e inútiles bificurcaciones que inevitablemente desembocarán en los mismo lugares, de sobra conocidos, y en los que se congregan millones de seres unos encima de los otros, alcanzando así la cima de su conquista, la venganza, y que no es, además, sino la más cruel de sus derrotas, trasportándolo vertiginosamente a un abismo en el que perecerá por la inanición de su sentido de la realidad.

Se dan los casos, y de muy cerca los he vivido, de individuos que en busca de un ínfimo oasis temporal que les alivie la asfixia, se ven obligados a emprender la búsqueda de la gravedad. Cometer actos impuros, renegar de la idea común, expresar su más contradictoria voluntad contra el sistema llevando acabo acciones de irrecuperable redención. El estímulo de la glándula metaplerual que modifica las sensaciones dentro de la colmena, transformándola en un paraíso de exquisito gusto y falsa belleza, acaban por cegar al individuo como lo haría la misma aceptación de la realidad.

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